Enviado por: Miguel Gonçalves Trujillo Filho
Por: Pablo Gentili -
A Beto Riart, ex ministro de educación de Paraguay...
Fue la guerra más sangrienta de América. La
más cruel y sin sentido. Fue quizás, la madre de todas las guerras. Y
lo fue, porque fue una guerra entre hermanos. La llamaron la Guerra de
la Triple Alianza, donde Argentina, Brasil y Uruguay se unieron para
trabar batalla contra un país que, en el corazón del Sur americano,
comenzaba a trazar en el horizonte su efímero destino de progreso y
autonomía, de desarrollo y libertad. La han llamado también “Guerra del
Paraguay”, aunque debería habérsela llamado “Guerra contra el Paraguay”.
Duró cinco interminables años, entre 1865 y 1870. Como en todas las
guerras, hubo mártires y héroes. También cobardes. Ganaron los que casi
siempre ganan con las guerras, los poderosos, los imperios, los que no
tienen razón, aunque sí fuerza, mucha fuerza, la suficiente como para
arrasar un país entero y, junto con él, sus esperanzas de justicia e
igualdad. Ganaron, los que siempre ganan cuando los pueblos pierden las
guerras.
Fue la guerra más repugnante de América, la
más dolorosa y vengativa. Los derrotados fueron aplastados, humanamente
destrozados, deshechos junto con su país. Pretendieron que sus
consecuencias fueran para siempre. Casi lo lograron. El Paraguay contaba
antes del conflicto con 500 mil habitantes, cinco años más tarde su
población no pasaba de 116 mil, de los cuales, más de 100 mil eran
mujeres, niños y niñas. 90% de los hombres adultos paraguayos murieron
en la guerra o a causa de ella.
Una mueca triste del destino que pone en
evidencia que Argentina, Brasil y Uruguay enfrentan hoy grandes
dificultades en sus procesos de integración regional, aunque han
conseguido unirse con bastante eficiencia para hacer el mal a sus
propios ciudadanos o a los ciudadanos de otras naciones. Así fue desde
la Guerra de la Triple Alianza hasta la Operación Cóndor, un siglo más
tarde, cuando los tres países encontraron el sentido de su entrañable
hermandad, haciendo desaparecer a jóvenes luchadores y militantes o,
simplemente, a todo aquel que los servicios de inteligencia militares
consideraran sospechoso de soñar con un mundo mejor. Argentina, Brasil y
Uruguay se han visto unidos muchas más veces por el horror y el
espanto, que por la solidaridad y los principios del bien común.
Paraguay era, hacia la segunda mitad del
siglo XIX, un país próspero, con el primer ferrocarril sudamericano, el
primer telégrafo, un astillero, diversas fábricas y una poderosa
fundición de hierro que, asociada a la propiedad pública de la tierra,
creaban las condiciones de un desarrollo autónomo e independiente.
Paraguay edificaba también, por aquel entonces, las bases de un sistema
público de educación que preanunciaba ser pionero en la democratización
del acceso a la escuela. Por estas razones, y por su reactivo rechazo a
los falsos principios del libre comercio, la principal potencia imperial
de la época, Inglaterra, se propuso destruir el Paraguay. Para hacerlo,
contó con el apoyo de tres países que pocos méritos podían mostrar en
su apego a la libertad y al progreso humano: un imperio degradado y
esclavista como Brasil; una nación fragmentada y en pleno proceso de
consolidación de una oligarquía indolente y autoritaria, como Argentina;
y un país tutelado y bajo un gobierno de facto, como lo era Uruguay.
Destruir el Paraguay fue el pacto de sangre que sellaron esos tres
paisitos, bajo la mirada cómplice de quienes festejaban el inicio de una
era de grandes negocios. Además de los millares de muertos, la guerra
dejó a los cuatro países enormemente endeudados y a la banca inglesa
feliz por la excelente apuesta realizada.
El detonante del conflicto fue el mismo de
siempre: Paraguay estaba gobernado por un dictador, Francisco Solano
López, enemigo de la libertad y del progreso. Había que liberar a ese
pueblo apático y perezoso de las garras del tirano.
Y comenzó la batalla.
Todo lo que vino después fue, para los
cuatro países, desastroso. Las guerras producen marcas, abren heridas,
graban señales indelebles en la memoria histórica de las sociedades. Son
parte constitutiva, vestigio carnal, componente visceral de un orgullo
que se sustenta en la banalización del patriotismo y en la presunción de
que la muerte redime, la sangre hermana, el dolor enaltece el destino
de una nación. Las guerras inventan un futuro que será contado o
silenciado por los victoriosos, por esos pocos que ganan siempre con las
guerras, mientras el resto, las grandes mayorías de un lado o del otro,
sufren sus consecuencias.
La Guerra del Paraguay es la madre de todas
nuestras guerras porque, entre otras tragedias, allí se produjo la
marca, la herida, la cruz que estampará el futuro de la infancia
latinoamericana. Se trata de algo más que una metáfora. De hecho, ya lo
sabemos, en la guerra, no hay metáforas.
Permítanme que les cuente.
El 16 de agosto de 1869, el ejército de
Solano López estaba casi totalmente destruido. Sus tropas se encontraban
dispersas, diezmadas, desorientadas. Algo más de 20.000 soldados
aliados, bajo el comando de Gastão de Orleans, Conde d’Eu, noble francés
casado con una de las hijas del Emperador Pedro II, la Princesa Isabel,
y por el coronel argentino Luis María Campos, arrinconaron un batallón
del ejército paraguayo en las inmediaciones de Barreto Grande. El grupo,
con cerca de 500 soldados, estaba bajo las órdenes del general
Bernardino Caballero. La batalla sería inminente. Para enfrentar al
ejército enemigo, Caballero alistó a más de 3.500 niños entre 8 y 12
años, además de algunas mujeres. El enfrentamiento se llevaría cabo en
una extensa planicie llamada Campo Grande, propicia para el ataque de
las fuerzas argentinas y brasileñas, quienes contaban con cañones,
numerosas municiones y una poderosa caballería. Los niños paraguayos
allí los estaban esperando, con su inocencia a cuestas, con algunas
pocas armas destartaladas y muchas bayonetas temblorosas.
La batalla fue una de las infamias más
brutales que ha vivido nuestro continente. Una infamia que nos acompaña
todos los días, silenciosa, tatuándonos de vergüenza y de dolor como un
estigma, como la mácula indestructible de nuestra cobardía. Ningún niño
sobrevivió, ningún soldado. Tampoco las madres que fueron a recoger sus
cuerpos. El Conde d’Eu, un noble francés, mediocre, cobarde y decadente,
mandó a quemar el campo de batalla para que no quedaran vestigios, para
que el pueblo paraguayo aprendiera la lección y se impregnara del humo
pestilente de la derrota, de la vergüenza, de la ignominia.
Antes de la batalla, como en un ritual
satánico o, quién sabe, celestial, los niños se pintaban barbas trémulas
en sus rostros. No querían que los aliados sintieran el placer de estar
matando un niño paraguayo. Querían llenarse de valor, querían, quizás,
llenarse de orgullo. A la historiografía heroica del Paraguay le gusta
afirmar que lo lograron. Yo, me temo que no. Yo creo que temblaban de
miedo, que la angustia los derretía por dentro, que sentían una soledad
inmensa, la soledad que se siente ante la inminencia de la muerte, ante
la evidencia de la brutalidad, ante la prepotencia del desprecio. No
creo que por eso pierdan, si es que de algo sirve, sus pasaportes de
héroes. El valor en una guerra suele ser propiedad de los vencedores,
parte del botín, música que engalana la fiesta de la victoria. La
historia, como dice un proverbio africano, la escriben los cazadores, no
los leones. Y a ellos les fascina pintarse de valor el rostro.
Esos niños paraguayos, en cambio, se pintaron barbas de desazón y de dolor.
El coraje necesario para matar otro ser
humano es un sentimiento despreciable, que humilla la inquebrantable
dignidad de la vida. El coraje necesario para matar un niño es,
simplemente, incomprensible, inimaginable por su brutalidad y su
barbarie. La vida de tantos y tantos niños y niñas cargan sobre sus
espaldas los ejércitos latinoamericanos, la vida de tantos y tantos
sueños perdidos en esos nauseabundos campos de batalla donde la infancia
es desperdiciada y despedazada.
Se la llamó la Batalla de los Niños. Ocurrió en la madre de todas las guerras de América, hace ya casi 150 años.
Y sigue ocurriendo todos los días.
EL PAÍS
Nenhum comentário:
Postar um comentário